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Autor Tema: Cortado descafeinado, de máquina. Relato sobre las 24 horas de Montjuic  (Leído 2129 veces)

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Desconectado Javipe

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Hola a todos

Es un relato sobre las 24 horas de Monjuic que acabo de encontrar en la web de Solomoto. Echadle un vistazo porque merece la pena.



Relato de Lluís Villar, motero fallecido en 2002

Cortado descafeinado, de máquina


Como cada año, entre bromas de los mecánicos, se habían jugado el turno de relevos a los chinos. Escogía el que perdía. El peor de seis, puños cerrados y ojos que hurgan, decidía quién corría hacia la moto, quién tramitaba el peligroso turno de la noche que se acerca, quien despertaría al alba con el sonido impaciente de los cuatro cilindros desesperados, quién cruzaría, si los accidentes y las roturas les respetaban, la línea que separa la tarde de un domingo de carreras de una noche de domingo cualquiera.
Imposible imponer al amigo con el que se iban a compartir veinticuatro horas de nervios, prisas y riesgos, el miedo de lo que no se desea para uno mismo. Y le había tocado escoger a él. Sería, a pesar de su pierna destrozada años atrás en una caída de la que nunca quiere hablar, quién esperaría la señal, quién cojearía hasta la moto, quién la empujaría, 180 kilos de ilusión y esperanza, hasta hacerla aullar. Sería él quien apagaría las luces y quien sufriría, en el tramo del estadio, quinta a fondo y las ruedas que despegan en el cambio de rasante, el nuevo sol en sus ojos negando las referencias para no pasarse de frenada en el ángulo de final de recta. Sería él quién daría el último relevo y quién bebería los litros de café de la última hora y media, de pie en el box, viendo pasar, cada minuto cincuenta y cuatro segundos, a su compañero, rezando para ahuyentar la caída que supieron evitar hasta entonces, la rotura que no quiso cebarse con ellos en las veintitrés horas anteriores. Nada más amargo que romper en el último relevo.

Hacía ya tres años que la federación internacional de motociclismo había cambiado el reglamento permitiendo equipos de tres corredores, pero ellos llevaban ya demasiado tiempo corriendo juntos como para incluir en su equipo a uno de esos jóvenes mundialistas de gesto acelerado y muñeca agarrotada en la máxima abertura del puño del gas. Las carreras de resistencia, repetían a quien quisiera oírles, no se ganan con vueltas rápidas, sino con la regularidad de quien sabe a dónde va. Y ellos sabían perfectamente dónde iban. Al mismo sitio al que habían ido en siete ocasiones, al primer lugar. Siempre sintió que el segundo es el primero de los que pierden, y él había nacido para ganar.

La pizzería es pequeña y está siempre llena. La montó un italiano el mismo año en que se celebraron los Juegos Olímpicos. Un italiano alto y desgarbado, feo y simpático, casado con una funcionaria de la Generalitat fea y antipática, un italiano de los que a pesar de llevar más de diez años en España siguen hablando italiano. Un italiano que entre plato y plato sabe escoger el momento más inoportuno para interrumpir la conversación de sus clientes y bombardearles incomprensibles diátribas contra el sistema político, contra el sistema social, contra el sistema tributario, contra la legislatura laboral. Un italiano que parece tener la solución a todos los problemas del mundo pero que se empeña en seguir ejerciendo de molesto propietario postergado a camarero. Pero el cocinero sabe lo que se hace y la pizzería está siempre llena, a pesar del italiano y la estrechez de sus mesas.

La pareja entra y no está el italiano. “Vaya”, piensa él, “tanto hablarle del italiano y resulta que hoy no está”. Como para dejar claro que no le ha mentido, detrás del buenas noches con que responde a la desconocida camarera escupe con urgencia un “¿No está Gino hoy?” y se entera del traspaso sin derecho a cocinero justo la noche de la primera cena con aquella mujer de mirada tímida y sonreír impreciso, pero de curvas definidas como la negra cinta del asfalto de Jerez. Para impresionarla había pedido prestada la VFR siete y medio y le había insistido en la pesadez del italiano y la bondad de sus pizzas. El local no ha cambiado, la misma decoración, los mismos manteles y, a juzgar por los platos ya servidos, las mismas pizzas. La camarera se empeña en guardarles los cascos y de detrás de la barra sale un señor ya maduro, acaso el padre de la joven, dispuesto a recogerlos. Sonríe un atento buenas noches y el Shoei último modelo se le escapa de las manos. La joven lo disculpa, “con lo que cuida sus cascos, lo mal que le habrá sentado”, y él no deja de pensar en las cincuenta y siete mil que le costó. El hombre, libre ya de los cascos, inicia una torpe disculpa por el despiste de hace un instante. Quiere decir a la pareja que también va en moto, que lo siente muchísimo, pero “un café solo y un cortado descafeinado, de máquina” en la voz de la joven lo regresa a su rincón de cafés y soledad. Toda la noche, larga, entera, repitiendo los mismos gestos. Un golpe al mango hacia la izquierda, tres golpes secos en el cajón de los posos, asegurarse que el filtro no ha caído, cargar según sea el café, “acuérdate, el pequeño es el molinillo del café descafeinado”, prensarlo, ni mucho ni poco, lo justo y necesario, cuarto de vuelta a la derecha, vigilar la temperatura del agua, esperar, repetir, esperar. Y noche tras noche repitiendo gestos inútiles y esperando un relevo que no llega.

Los mecánicos siempre se ponían nerviosos a partir del minuto y medio de retraso. Las novias o esposas a partir de los treinta segundos. Muchas eran incapaces de permanecer en boxes y muchas insistían en estar y se negaban a dormir durante la noche, con lo que se convertían, en caso de problemas mecánicos o de caída, en fuente de nervios y de nuevos problemas.

A la una menos cuarto de la madrugada, cuando le entregó la moto a su compañero, iban primeros con tres vueltas y media de ventaja sobre los segundos. Como cada año, habían sabido esperar sin ponerse nerviosos. En el primer relevo iban cuartos, lejísimos de los primeros, un equipo promesa de rápidos y jóvenes pilotos que estrellaron todo un superpresupuesto a las tres horas de carrera, en la curva de Sant Jordi, justo antes del estadio. Ellos tenían claro que era cuestión de tiempo. No se puede sostener un ritmo de carrera de tres cuartos de hora durante veinticuatro. Y si los pilotos aguantan, quienes terminan por romper son los motores. Él también podía ir más rápido, pero no es yendo al límite como se gana. No en una carrera de resistencia. Ambos lo sabían, y por eso iban ya primeros. Pero esas tres vueltas y media de ventaja se habían convertido en tan solo dos. Su compañero debería haber entrado en boxes hacía más de tres minutos. Él no cesaba de tranquilizar a los mecánicos y a la esposa de su amigo. “No se ha caído, lo conozco bien. En la última vuelta de relevo nunca se cae. Se ha quedado sin gasolina, vendrá empujando; preparadle agua, llegará muerto.” Ven la luz azul y blanca en la parte inferior izquierda del carenado entrar, con lentitud de jubilado, por la línea de boxes. Efectivamente llega empujando. Le cede la moto y apenas hablan, pero ve en sus ojos el color de la duda, el mismo brillo que otras veces ha anunciado alguna caída y le pregunta. “Nada, de verdad, no es nada. Joder, empujar este trasto desanima a cualquiera, ¿no?” Insiste. Demasiados años jugándose la salida a los chinos como para dejarse engañar por una voz infiel a los ojos que hablan. “Déjate de historias, ¿quieres?. Sal y espabila. En la Rosaleda hay algo de arena a la entrada de la curva, y los belgas se han caído en el ángulo. Todavía había manchas en la última vuelta. Vigila la temperatura. No sé que pasa, pero se calienta en la subida al estadio.” Sabe que algo no va bien. Jamás tantas explicaciones en un relevo. Pero no debe pensar. Ahora no.

Una voz de mujer pide dos coca colas de lata y una caña. Él se da cuenta que no tiene de que hablar con la joven de cuerpo ondulado y sonrisa dudosa. “Pues sí que es buena la pizza, sí. Qué lástima que no esté el italiano, en el fondo me hacía gracia conocerlo.” Pero apenas la escucha. Su atención, distraída por escuetos monosílabos de cortesía, lleva rato absorta en el hombre de la barra. Ha observado su tranquilo quehacer, a pesar de la urgencia con que la camarera le apremia, “tengo tres mesas esperando los cafés, anda date prisa”. El hombre no se inmuta. Repite su rito, “el pequeño, el del descafeinado”, con parsimonia de profesional, aunque es evidente su poca experiencia detrás de una barra. Una mesa queda libre y entran dos jóvenes también con cascos en las manos. En cuanto el hombre los ve, deja su rincón para salir a recibirlos. Esta vez ningún casco cae al suelo, pero apenas puede hablarles. “¿Cuál es el descafeinado, papá?” lo secuestra de nuevo a su rincón de rutina y gestos aprendidos por obligación. Él, observador de instintos, le pide a la chica de ojos tímidos su opinión respecto al hombre de los cascos. “La verdad, no me había dado cuenta, pero si que es cierto ahora que lo dices”. Los ojos del hombre se iluminan cada vez que entra alguien con casco. Juraría que ha visto esos ojos con anterioridad, pero imposible rescatar del vacío del olvido todos los guiños que la vida nos va regalando. Terminan los postres y piden café con hipótesis, mezclando con la infusión los motivos del hombre de mirada encendida. “Será que siempre quiso tener una moto y su mujer primero y ahora la hija no le dejan” ríe ella divertida a pesar de que esa noche no conocerá al italiano prometido. Él no contesta. Algo en ese hombre le resulta extraordinario. Observa de nuevo, “cortado descafeinado, de máquina”, la meticulosa precisión de unas manos que no han estado hechas para urdir cafés. Y su mente vuela a los montones de papeles y mentiras que le esperan inmutables cada mañana sobre la mesa de un trabajo que tampoco le gusta.

Primera, gas, soltar el embrague, acelerar despacio, incorporarse a la pista, segunda, gas a fondo, la rueda se levanta, embrague, rueda al suelo, tercera gas a fondo, entrar en La Pérgola, la larga de derechas, con la moto aún inclinada cortar un poco de gas y meter cuarta sin tocar embrague, Contrapérgola abriendo en cuarta y Pueblo Español cuarta a fondo, Sant Jordi, cortar un poco, levantar la moto y empezar a meterla hacia la izquierda, abrirse, la tapa de la alcantarilla en medio de la trazada ha mandado a muchos al hospital, cuarta medio gas, meter la moto en la curva de izquierdas y empezar a abrir, gas, despacio, pero gas, básico salir con la moto alta para poder llegar al estadio con quinta a fondo, “¿que le pasará a Quique? Nunca lo había visto así”, recta de estadio, meter la cabeza en la cúpula y acelerar, acelerar, acelerar, el cambio de rasante, quinta a fondo, “no pienses, joder, ahora no pienses”, clavar los codos al depósito antes de salir volando y reducir a cuarta en el aire, frenar, frenar, tercera y frenar, “que raro que está Quique”, meter segunda y frenar, “no pienses, coño, no pienses, el ángulo, joder, el ángulo”, apurar la frenada sin perder rueda, si hay tráfico meter primera, el ángulo de izquierdas, tumbar, buscar con la mirada la salida de la curva, en cuanto se vea, abrir gas, despacio, abrir gas, levantar la moto, segunda, gas, tercera sin cortar, gas, la bajada a la Rosaleda, ceñirse al muro, gas, la farola y reducir, segunda y frenar, frenar, cuidado con la arena, Quique ha dicho que a la entrada hay arena, primera, la paella de derechas, la rodilla en el suelo, dejar pasar la moto, “¿porque no me ha dicho lo que le pasa?” , dejarla pasar y abrir, abrir gas con mucho cuidado, despacio abrir gas y segunda rápido, tercera, “no pienses, no pienses”, Font del Gat y estirar tercera, “que raro estaba Quique, nunca lo había visto así”, Agricultura, cortar un poco sin frenar, “no pienses, no pienses”, estirar tercera sin pasar el motor de vueltas, “no pienses”, segunda y Teatro Griego, cuidado con Teatro Griego, segunda medio gas, tercera, el paso de peatones de Vías, suave en el paso de peatones, cortar un poco y abrir con cuidado, “no entiendo que te pasa, Quique, de verdad, no lo entiendo”, cortar un poco y Guardia Urbana, gas, gas, recta de meta, cuarta, gas a fondo, boxes a la izquierda y gas, Pérgola cuarta a fondo, “de verdad no entiendo que le pasa a Quique”, vigilar la temperatura, Quique decía que se calienta en la subida al estadio, gas, Contrapérgola, “que raro que está Quique”, Pueblo Español, la tapa de alcantarilla, “no pienses, gas, no pienses.”

En boxes no entienden nada. Lleva desde la segunda vuelta rodando en 1’48, y van primeros. Le marcan en pizarra que afloje, pero parece ausente. Demasiado riesgo mantener ese ritmo yendo primeros y de noche. Cualquiera diría que es un novato. Quique, su compañero, si que comprende. Sabe que él ha visto la duda en su mirada, y está corriendo buscando respuestas. Y el miedo a una caída atraviesa el cuero del mono y se posa en su piel. ¿Cómo decirle que es el último año? Nadie lo sabe, ni tan solo su mujer. Lo ha decidido en el relevo anterior. Verse de repente, con 45, sin futuro apenas, empujando una moto sin gasolina como si fuese lo más importante en su vida. ¿Hasta cuando? ¿Un año más? ¿Dos, con suerte? Ella le lleva un café, descafeinado. Nunca ha soportado la cafeína, y jamás ha tenido sueño en unas veinticuatro horas. “Prométeme que tendrás cuidado, Quique” Las lágrimas caen, años acumulando tensión y miedos, al saber que nunca más. Se abrazan y se besan, como el primer año que ganaron en Montjuich. Se acabaron las pesadillas al llegar el verano, se acabó mirar el reloj cada minuto cincuenta y cuatro segundos durante doce horas, se acabó sobresaltarse con las prisas de un box acelerado, se acabó disimular el pánico de último beso al inicio de cada relevo, se acabó. Al fin libre del miedo de perder a su mitad. Un mecánico les interrumpe. Asoma una inmensa sonrisa entre la suciedad de su cara. “Una vuelta y relevo. No sé que bicho le ha picado, pero no ha bajado de 1’50. Primeros a cinco vueltas del segundo.” Él sí sabe. Pero desconoce como continuar. En el relevo se miran. Quique se lo toma con calma. Le gustaría poder explicarse, pero sólo acierta a sonreír. “¿Quién nos lo iba a decir, eh, en la primera carrera? Fíjate, catorce años” Y su mano izquierda golpea suave la mejilla del amigo. “No los cambiaría por nada, de verdad, por nada.”

Primera, gas y apenas puede oír el adiós de Quique sofocado por el estruendo de los tubos de metal.

Ya no queda casi nadie en la pizzería, pero ellos siguen ahí, desgranando posibles a los ojos que brillan con la fibra de carbono y el poliuretano. No tienen prisa, y a ella el juego le resulta divertido. Para él hace ya mucho rato que ha dejado de ser un juego. Al fin se levanta, se acerca al hombre de los cafés y ojos incendiados, y le pide un descafeinado, de máquina. El hombre lo mira y reconoce unos ojos que no saben explicarse. “¿Qué moto tienes?”, pregunta. Y la siete y medio de repente vuelve a ser prestada, pero le habla de la moto que le robaron, de lo mucho que le gustan, de cómo se enamoró de ese olor y esa música con catorce, cuando se escapó de casa por primera vez para pasar la noche en el parque de Montjuich, de la recta de boxes al estadio y otra vez a bajar, que nunca se cansaba de ver pasar motos y observar trazadas y cronometrar corredores, y cómo sonaban las Ducati al pasar por Font del Gat. El hombre de los cafés tiene ahora los ojos inundados. Sale de detrás de la barra y él se fija por primera vez que cojea levemente. Lleva un pequeño álbum en las manos. Escoge una foto y se la muestra. “Él también tomaba descafeinado, sabes. Nunca entendí que pudiese aguantar tomando descafeinados.” Y ahora ya recuerda dónde ha visto antes esa cara. Recuerda fotografías de esos ojos encendidos, pupilas dilatadas tras una visera; recuerda su cara sonriente en el podio, siete ocasiones, una leyenda. Recuerda también las lágrimas del accidente, del terrible accidente que nadie entendió, en el ángulo, la moto destrozada todavía con la quinta metida, ni tan solo frenó en la bajada al ángulo, todo recto contra las balas de paja, más de doscientos, decían que quizá se durmió, no se comprende, tantos años corriendo en Montjuich, no se comprende. “Quería dejarlo, sabes. Pero no sabía cómo decírmelo. No se puede correr pensando.” El hombre que había nacido para ganar se gira para esconder la evidencia de un dolor que jamás podrá vencer y regresa a su refugio de cafés y rutinas. Un golpe al mango hacia la izquierda, tres golpes secos al cajón de los posos, cuidar que no se caiga el filtro de metal, cargar el café, que más da cual sea el molinillo de los descafeinados, vigilar la temperatura del agua, Quique dice que se calienta subiendo al estadio, prensar lo justo, ni poco ni mucho, no pasarse de gas, abrir despacio, un cuarto de giro a la derecha, el ángulo, frenar, frenar, “no pienses, ahora no, no pienses, el ángulo, Quique, joder, el ángulo.” Repetir, esperar, repetir. Noche tras noche repitiendo gestos inútiles y esperando un relevo que jamás llegará.

De nuevo en la mesa, ella le pregunta. “Nada, nada. Que no entiende como puede haber gente que tome descafeinados”

Lluís Villar
« última modificación: 05 de Enero de 2008, 17:42:30 pm por Javipe »

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Re: Cortado descafeinado, de máquina. Relato sobre las 24 horas de Montjuic
« Respuesta #1 en: 05 de Enero de 2008, 20:00:26 pm »
Cortado descafeinado, de máquina. El relato de Lluís Villar.

Se supone que el último editorial del año ha de ser, como los días que vivimos, festivo y alegre, pero esta vez me voy a tomar una licencia.

En el reportaje que cierra la revista, ese cajón de sastre en el que cada semana intentamos sorprenderte con artículos de todo tipo, en este último número del año te encontrarás con algo especial, algo diferente, algo que seguro que te parece, de entrada, raro. Y sin duda lo es. Cortado descafeinado, de máquina es un relato, una historia corta que, por las limitaciones de espacio, lo es aún más que su original. En un primer momento probablemente penséis que por su formato, por como lo hemos maquetado, el lugar natural para publicarlo habría sido más una revista de literatura que una de motos, pero os aseguro que no, que donde tenía que estar era aquí, en Solo Moto, en el último Solo Moto de 2007.

Cuando el 31 de diciembre este número salga a la calle hará exactamente cinco años que Lluís nos dejó. No le conocí personalmente, de hecho, no sabía de su existencia hasta hace unas semanas, pero aún así digo nos porque Lluís era de los nuestros, era motero de pro... y era de Solo Moto. Fue exactamente el 31 de diciembre de 2002 cuando pasó lo que nunca debería haber pasado. Faltaban apenas cuatro horas para que las campanas anunciasen el año nuevo. Lluís se dirigía en su CBR900 a casa para cenar y preparar las uvas. De repente, inesperadamente, surgió un chaval cruzando, con su scooter, en rojo por el paso de peatones... Aquélla fue la Nochevieja más triste para la familia Villar.

Por carambolas de la vida supe de la historia de Lluís Villar y del relato que había dejado escrito antes de aquel 31 de diciembre. Una historia que mezcla realidad y ficción, como aquel inesperado primer encuentro con Min Grau en la pizzería de éste en Barcelona o su relato/ficción describiendo las sensaciones de un piloto en las 24 Horas de Montjuïc. Una carrera que a Lluís se le había metido en el cuerpo desde que, viviendo en el Paralelo de Barcelona, de chaval escuchaba desde la terraza de su casa el aullar de las motos en el parque... Por eso, para él, el encuentro inesperado con Min fue algo de lo que sintió la necesidad de dejar constancia. A partir de ahí, su imaginación voló.

¿Es o no es el Solo Moto de esta semana el lugar en el que tiene que estar el relato de Lluís Villar?... Yo no tengo ninguna duda, como no la tuve desde el primer momento en el que conocí su historia. Su Cortado descafeinado, de máquina es su historia personal, pero alrededor de su relato, alrededor de su pasión por las motos, se aglutinan todos los moteros que, como él aquel 31 de diciembre en 2002, no podrán tomarse las uvas con la familia y los amigos. No, no se trata de ponerse trágico, pero en estos momentos cuando todo es fiesta, dedicarle unos minutos a los más de 400 moteros que se han quedado este año por el camino es de ley. Compañeros, no os olvidamos.

M.Pecino

P.D: quiero agradecer a la familia Villar, especialmente a Fermín, el permitirnos ser partícipes de us jistoria y quiero también mandar un par de besos a las hijas mellizas de Lluís, Alba y MAr. Cuando nacieron, Solo Moto publicó una carta de su progenitor que hablaba de un motero/padre reciente. Un último apunte, el accidente de Lluís Villar se produjo, oh, caprichos del destino, a sólo unos metros del restaurante propiedad de Min Grau.

Nota de wxat: He creído conveniente reproducir el editorial de Solo Moto en el que explica el porqué de la publicación de esta historia. Creo que es mejor conocer la "historia de la historia" para entender su publicación.
"Mucha gente hace las cosas mal en la vida. Las carreras hay que hacerlas bien.
Correr es... vida.Todo lo que ocurra entes o después es solo una espera."
Michael Delaney (Steve McQueen), Las 24 H. de Le Mans.
"Es un error capital teorizar antes de poseer datos. Uno comienza a alterar los hechos para encajarlos en las teorías, en lugar de encajar las teorías en los hechos"
Sherlock Holmes, detective creado por Sir Arthur Conan Doyle.
Rubén, hasta el cielo ya es gas a fondo...